Un gran filósofo español del siglo XIX, Francisco de Goya, más conocido como pintor, escribió un día: “El sueño de la razón engendra monstruos”. En el momento en que explotan las tecnologías de la comunicación, podemos preguntarnos si no se están engendrando ante nuestros ojos monstruos de un nuevo tipo. Por cierto, estas nuevas tecnologías son ellas mismas fruto de la reflexión, de la razón. Pero ¿se trata de una razón despierta?¿ En el verdadero sentido de la palabra ‘despierta’,es decir atenta, vigilante, obstinadamente crítica? ¿O de una razón somnolienta, adormecida, que en el momento de inventar, de imaginar, se descarrila y crea, efectivamente, monstruos?
A fines del siglo XIX, cuando el ferrocarril se impuso como un beneficio en materia de comunicación, algunos espíritus apesadumbrados no dudaron en afirmar que esta máquina era terrorífica y que en los túneles la gente moriría asfixiada. Sostenían que a una velocidad superior a 50 km. por hora la sangre saltaría por la nariz y las orejas y que los viajeros morirían en medio de horribles convulsiones. Son los apocalípticos, los pesimistas profesionales. Dudan siempre de los progresos de la razón, que según estos oscurantistas no puede producir nada bueno. A pesar de que se equivocan en lo esencial, debemos admitir que los progresos suelen ser buenos y malos. Al mismo tiempo.
Internet es una tecnología que en sí no es buena ni mala. Sólo el uso que de ella se haga nos guiará para juzgarla. Y por esto es que la razón, hoy más que nunca, no puede dormirse. Si una persona recibiera en su casa, cada día, quinientos periódicos del mundo entero y si esto se supiera, probablemente diríamos que está loca. Y sería cierto. Porque ¿quién ,sino un loco, puede proponerse leer quinientos periódicos por día? Algunos olvidan esta evidencia cuando bullen de satisfacción al anunciarnos que de ahora en más, gracias a la revolución digital, podemos recibir quinientos canales de televisión. El feliz abonado a los quinientos canales será inevitablemente presa de una impaciencia febril, que ninguna imagen podrá saciar. Se perderá sin límite de tiempo en el laberinto vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.
Se dice a veces que una imagen vale más que mil palabras. Es falso. Las imágenes necesitan muy a menudo un texto explicativo. Aunque más no sea para hacernos reflexionar sobre el sentido mismo de algunas imágenes, de las cuales la televisión se nutre hasta el paroxismo. Esto pudo constatarse hace unos años, por ejemplo, durante la última etapa del tour de Francia, cuando en el sprint final de los Campos Elíseos asistimos en directo a la espectacular caída de Abdujaparov. Vimos esta escena como si hubiéramos visto en la calle a una persona embestida por un auto. Con la diferencia de que el auto hubiese embestido a la persona una sola vez. En televisión, pudimos ver y volver a ver treinta veces la caída accidental de Abdujaparov. Gracias a las miles nuevas posibilidades de técnica: con zoom, sin zoom, en picada, en contrapicada, bajo un ángulo, bajo el ángulo opuesto...
Con cada repetición, aprendíamos más sobre las circunstancias de la caída. Pero, cada vez, nuestra sensibilidad se mitigaba un poco más. Poco a poco, volvíamos a ver esta caída con la distancia de un cinéfilo que diseca una secuencia de una película de acción. Las repeticiones habían terminado matando nuestra emoción.
Se nos dice que gracias a las nuevas tecnologías, en lo sucesivo alcanzaremos las orillas de la comunicación total. La expresión es engañosa. Permite creer que la totalidad de los seres humanos del planeta puede ahora comunicarse. Lamentablemente, no es cierto. Apenas el 3% de la población del globo tiene acceso a una computadora; y los que utilizan Internet son aún menos numerosos. La mayoría de nuestros hermanos hasta ahora no disponen todavía de las conquistas elementales de la vieja revolución industrial: agua potable, electricidad, escuela, hospital, heladera...
La información nos vuelve más eruditos o más sabios sólo si nos acerca a los hombres....Pero con la posibilidad de acceder de lejos a todos los documentos que necesitamos, el riesgo de deshumanización aumenta. Y de ignorancia.
(...) Es más bien una cuestión de ética. ¿Cuál es la ética de los que como Bill Gates y Microsoft quieren ganar la batalla de las nuevas tecnologías a toda costa, para sacar el máximo de provecho personal? ¿Cuál es la ética de los raiders y de los golden boy que especulan en la Bolsa sirviéndose de los avances de las tecnologías de la comunicación para arruinar a los Estados o quebrar cientos de empresas en el mundo? ¿Cuál es la ética de los generales del Pentágono, que aprovechando los progresos de las imágenes programan con más eficacia sus misiles para sembrar muerte?
Impresionados, intimidados por el discurso modernista y tecnicista, la mayoría de los ciudadanos capitulan. Aceptan adaptarse al nuevo mundo que se nos anuncia como inevitable. Ya no hacen nada para oponerse. Son pasivos, inertes, hasta cómplices. Dan la impresión de haber renunciado. A sus derechos y a sus deberes. En particular, su deber de protestar, de sublevarse, de rebelarse. Como si el mundo fuera gobernado por necios y como si de repente la comunicación hubiese devenido un asunto de ángeles.
y ya que estamos escuchémoslo un poco:
esto es un video:
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